"¿Sabe usted cómo escribo yo mis cuentos? -le dijo a Korolenko, el periodista y narrador radical, cuando acababan de conocerse- Así." Echó una ojeada a la mesa -cuenta Korolenko- tomó el primer objeto que encontró, que resultó ser un cenicero, y poniéndomelo delante dijo: " Si usted quiere mañana tendrá un cuento. Se llamará El cenicero."Y en aquel mismo instante le pareció a Korolenko que aquel cenicero estaba experimentando una transformación mágica: "Ciertas situaciones indefinidas, aventuras que aún no habían hallado una forma concreta, estaban empezando a cristalizar en torno al cenicero". V.NABOKOV/"Chéjov"


"¿Has visto alguna vez un montaje realmente hermoso de, digamos, "El jardín de los cerezos"? No me digas que sí. Nadie lo ha visto. Puede que hayas visto "montajes inspirados, montajes eficaces", pero nunca algo hermoso. Nunca una versión en la cual todos los que salen al escenario estén a la altura del talento de Chéjov, matiz por matiz, carácter por carácter."-J.D.Salinger

Letras Libres: 17 enero 2020 ***Feliz cumpleaños,Anton Chéjov

sábado, 13 de diciembre de 2014

Hemingway y García Márquez










Con Mi Hemingway personal, Gabriel García Márquez  escribió un artículo analítico y crítico pero también cálido, sobre un escritor que admiraba y conocía a fondo  a través de insistentes lecturas... y un encuentro fugaz. 

En pocas líneas  el mago colombiano traza un  retrato literario  del escritor estadounidense de quien destaca el talento, la maestría en el oficio, y, ... el  corto aliento,  que hace que lo mejor de su obra se encuentre en   las narraciones cortas   o en ese precioso libro de reflexiones, recuerdos y emociones soterradas que es París era una fiesta.

Dice Gabo que en los  mejores cuentos de Hemingway hay "algo que les quedó faltando" y permanece sumergido, oculto, junto a diálogos verosímiles de sencilla naturalidad. En  Un canario para regalar ,aunque no sea su mejor cuento, quedó mucho sumergido y hay buenos diálogos...



                             
                     Edward Koren, The New Yorker 
                       "Hemingway! Es bueno?"
                             



Mi Hermingway personal 
"Lo reconocí de pronto, paseando con su esposa, Mary Welsh, por el bulevar de Saint Michel, en París, un día de la lluviosa primavera de 1957. Caminaba por la acera opuesta en dirección del jardín de Luxemburgo, y llevaba unos pantalones de vaquero muy usados, una camisa de cuadros escoceses y una gorra de pelotero.Lo único que no parecía suyo eran los lentes de armadura metálica, redondos y minúsculos, que le daban un aire de abuelo prematuro. Había cumplido cincuenta y nueve años, y era enorme y demasiado visible, pero no daba la impresión de fortaleza brutal que sin duda él hubiera deseado, porque tenía las caderas estrechas y las piernas un poco escuálidas sobre sus bastos. Parecía tan vivo entre los puestos de libros usados y el torrente juvenil de la Sorbona que era imposible imaginarse que le faltaban apenas cuatro años para morir. 
Por una fracción de segundo -como me ha ocurrido siempre- me encontré dividido entre mis dos oficios rivales. No sabía si hacerle una entrevista de prensa o sólo atravesar la avenida para expresarle mi admiración sin reserva. Para ambos propósitos, sin embargo, había el mismo inconveniente grande: yo hablaba desde entonces el mismo inglés rudimentario que seguí hablando siempre, y no estaba muy seguro de su español de torero. De modo que no hice ninguna de las dos cosas que hubieran podido estropear aquel instante, sino que me puse las manos en bocina, como Tarzán en la selva y grité de una acera a otra: "Maeeeestro". Ernerst Hemingway comprendió que no había otro maestro entre la muchedumbre de estudiantes, y se volvió con la mano en alto, y me gritó  en castellano con una voz un tanto pueril: "Adioooós, amigo". Fue la única vez que lo vi. 
   Yo era entonces un periodista de veintiocho años, con una novela publicada y un premio literario en Colombia pero estaba varado y sin rumbo en París. Mis dos maestros mayores eran los dos novelistas norteamericanos que parecían tener menos cosas en común. Había leído todo lo que ellos habían publicado hasta entonces, pero no como lecturas complementarias, sino todo lo contrario:  como dos formas distintas y excluyentes de concebir la literatura. Uno de ellos era William Faulkner, a quien nunca vi con estos ojos y a quien sólo puedo imaginarme como el granjero en mangas de camisa que se rascaba el brazo  junto a dos perritos blancos, en el retrato célebre que le hizo Cartier Bresson. El otro era aquel hombre efímero que acababa de decirme adiós desde la otra acera, y me había dejado la impresión  de que algo había ocurrido en mi vida, y que había ocurrido para siempre. 
No sé quien dijo que los novelistas leemos las novelas de los otros sólo para averiguar cómo están escritas. Creo que es cierto. No nos conformamos con los secretos expuestos en el frente de la página, sino que la volteamos al revés, para descifrar las costuras. De algún modo imposible de explicar desarmamos el libro en sus piezas esenciales y lo volvemos a armar cuando ya conocemos los misterios de su relojería personal. Esa tentativa es descorazonadora en los libros de Faulkner, porque este no parecía tener un sistema orgánico para escribir, sino que andaba a ciegas por su universo bíblico como un tropel de cabras sueltas en una cristalería. Cuando se logra desmontar una página suya, uno tiene la impresión de que le sobran  resortes y tornillos y que será imposible devolverla otra vez a su estado original. Hemingway, en cambio, con menos inspiración , con menos pasión y menos locura, pero con un rigor lúcido, dejaba sus tornillos a la vista  por el lado de fuera, como en los vagones de ferrocarril. Tal vez por eso Faulkner es un escritor que tuvo mucho que ver con mi alma, pero Hemingway  es el que más ha tenido que ver con mi oficio. 
No sólo  por sus libros, sino por su asombroso conocimiento del aspecto artesanal de la ciencia de escribir. En la entrevista histórica que le hizo el periodista George Plimpton para Paris Review enseñó para siempre -contra el concepto romántico de la creación-  que la comodidad económica y la buena salud son convenientes para escribir, que una de las dificultades mayores es la de organizar bien las palabras, que es bueno releer los propios libros cuando cuesta trabajo escribir para recordar que siempre fue difícil, que se puede escribir en cualquier parte siempre que no haya visitas ni teléfono, y que no es cierto que el periodismo acabe con el escritor, como tanto se ha dicho, sino todo lo contrario, a condición de que se abandone a tiempo."Una vez que escribir se ha convertido en el vicio principal y el mayor placer -dijo- ,sólo la muerte puede ponerle fin." Con todo su lección fue el descubrimiento de que el trabajo de cada día solo debe interrumpirse cuando ya se sabe cómo se va a empezar al día siguiente. No creo que se haya dado jamás un consejo más útil para escribir.  Es, ni más ni menos, el remedio absoluto contra el fantasma más temido por los escritores: la agonía matinal frente a la página en blanco.
Toda la obra de Hemingway demuestra que su aliento era genial, pero de corta duración. Y es comprensible. Una tensión interna como la suya, sometida a un dominio técnico tan severo, es insostenible dentro  del ámbito vasto y azaroso de una novela.Era una condición personal, y el error suyo fue haber intentado rebasar sus límites espléndidos. Es por eso que todo lo superfluo se nota más en él que en otros escritores. Sus novelas parecen cuentos desmedidos a los que les sobran demasiadas cosas. En cambio, lo mejor que tienen sus cuentos es la impresión que causan de que algo les quedó faltando, y es eso precisamente lo que les confiere su misterio y su belleza. Jorge Luis Borges, que es uno de los grandes escritores de nuestro tiempo, tiene los mismos límites, pero ha tenido la inteligencia de no rebasarlos.
Un solo disparo de  Francis Macomber contra el león enseña tanto como una lección de cacería, pero también como un resumen de la ciencia de escribir. En algún cuento suyo escribió que un toro de lidia, después de pasar rozando el pecho del torero, se volvió "como un gato doblando una esquina". Creo, con toda humildad, que esa observación es una de las tonterías geniales que solo son posibles en los escritores más lúcidos. La obra de Hemingway  está llena de estos hallazgos simples y deslumbrantes, que demuestran hasta qué punto se ciñó a su propia definición de la escritura literaria -como iceberg- sólo tiene validez si está sustentada debajo del agua por los siete octavos de su volumen.   

   Esa conciencia técnica será sin duda la causa de que Hemingway no pase a la gloria por ninguna de sus novelas, sino por sus cuentos más estrictos. Hablando de Por quién doblan las campanas, él mismo dijo que no  tenía un plan preconcebido para componer el libro, sino que lo inventaba cada día a medida que lo iba escribiendo. No tenía que decirlo: se nota. En cambio, sus cuentos de inspiración instantánea son invulnerables. como aquellos tres que escribió en la tarde de un 16 de mayo en una pensión de Madrid, cuando una nevada obligó a cancelar la  corrida de toros de la feria de San Isidro. Esos cuentos -según el mismo le contó a George Plimpton- fueron "Los asesinos", "Diez Indios" y "Hoy es viernes", y los tres son magistrales.
Dentro de esa línea, para mi gusto, el cuento donde mejor se condensan sus virtudes es uno de los más cortos: "Gato bajo la lluvia". sin embargo, aunque parezca una burla del destino, me parece que su obra más hermosa y humana es la menos lograda :Al otro lado del río y entre los árboles. Es, como él mismo reveló, algo que comenzó por ser un cuento y se extravió por los manglares de la novela. Es difícil entender tantas grietas estructurales y tantos errores de mecánica literaria  en un técnico tan sabio, y unos diálogos tan artificiales y aun tan artificiosos en uno de los más brillantes orfebres  de diálogos de la historia de las letras.Cuando el libro se publicó en 1950, la crítica fue feroz. Porque no fue certera. Hemingway se sintió herido donde más le dolía, y se defendió desde La Habana con un telegrama pasional que no pareció digno de un autor de su tamaño. No sólo era su mejor novela, sino también la más suya, pues había sido escrita en los albores de un otoño incierto, con las nostalgias irreparables de los años vividos y la premonición nostálgica de los pocos años que le quedaban por vivir. en ninguno de sus libros dejó tanto de sí mismo ni consiguió  plasmar con tanta belleza y tanta ternura el sentimiento esencial de su obra y de su vida: la inutilidad de la victoria. La muerte de su protagonista, de apariencia tan apacible y natural,  era la prefiguración cifrada de su propio suicidio. 

Cuando se convive por tanto tiempo con la obra de un escritor entrañable, uno termina sin remedio por revolver su ficción con su realidad. He pasado muchas horas de muchos días leyendo en aquel café de la place de Saint Michel que él consideraba bueno para escribir porque le parecía simpático, caliente, limpio y amable y siempre he esperado encontrar otra vez a la muchacha que él vio entrar una tarde de vientos helados que era muy bella y diáfana, con el pelo cortado en diagonal, como un ala de cuervo. "Eres mía y París es mío", escribió para ella , con ese inexorable poder de apropiación que tuvo su literatura. Todo lo que describió, todo instante que fue suyo, le sigue perteneciendo para siempre. No puedo pasar por el número 112 de la calle del Odeón, en París, sin verlo a él conversando con Sylvia Beach en una librería que ya no es la misma, ganando tiempo hasta que fueran las seis de la tarde por si acaso llegaba James Joyce. En las praderas de Kenia, con solo mirarlas una vez, se hizo dueño de sus búfalos y sus leones, y de los secretos más intrincados del arte de cazar. Se hizo dueño de toreros y boxeadores , de artistas y pistoleros que sólo existieron por un instante, mientras fueron suyos. Italia, España, Cuba, medio mundo está lleno de los sitios de los cuales se apropió con sólo mencionarlos. En Cojimar, un pueblecito cerca de la Habana donde vivía el pescador solitario de El viejo y el mar, hay un templete conmemorativo de su hazaña con un busto de Hemingway  pintado con barniz de oro. En Finca Vigía, su refugio cubano donde vivió hasta muy poco antes de morir, la casa está intacta entre los árboles sombríos, con sus libros disímiles, sus trofeos de caza, su atril de escribir, sus enormes zapatos de muerto, las incontables chucherías de la vida y del mundo entero que fueron suyas hasta su muerte, y que siguen viviendo sin él con el alma que les infundió por la magia de su dominio. Hace unos años entré en el automóvil de Fidel Castro -que es un empecinado lector de literatura- y vi en el asiento un pequeño libro empastado en cuero rojo. "Es el maestro Hemingway ", me dijo. En realidad, Hemingway sigue estando donde uno menos se lo imagina -veinte años después de muerto-, tan persistente y a la vez tan efímero como aquella mañana, desde la acera opuesta de bulevar de Saint Michel."  
             Gabriel García Márquez,El País,julio 1981 

                     
                                                                 
                              



Un canario para regalar

El tren pasó a gran velocidad junto a una casa de piedra rojiza que tenía un jardín y cuatro gruesas palmeras con mesas ala sombra. Al otro lado estaba el mar. Luego cruzó una endidura en una montaña de piedra rojiza y arcilla, y el mar solo se veía esporádicamente y de lejos.    Lo compré en Palermo- dijo la señora americana-.          Solo estuvimos una hora en tierra y era domingo por la mañana. el hombre quería que le pagara en dólares y le di un dolar y medio. La verdad es que canta estupendamente.    Hacía mucho calor en el tren y mucho calor en el coche cama.        No entraba la menor brisa por la ventana abierta. La señora americana bajó las persianas y ya no se vio el mar, ni de vez en cuando. Al otro lado había un cristal, luego una ventana abierta, y al otro lado de la ventana árboles polvorientos y una carretera grasienta y viñedos chatos, y colinas de piedra gris detrás. 
   Al entrar en Marsella salía humo de muchas chimeneas altas, y el tren aminoró la marcha y siguió una vía entre las muchas que se dirigían a la estación. El tren permaneció  veinticinco minutos en la estación de Marsella, y la señora americana compró The Daily Mail y una botella de medio litro de agua Evian. Caminó un poco por el andén pero se quedó cerca de los escalones del vagón porque en Cannes, donde pararon veinte minutos, el tren no dio señal alguna de que fuera  asalir y lo cogió por los pelos. La señora americana era un poco sorda y le daba miedo que dieran alguna señal de partida y no la oyera.   
   El tren salió de la estación de Marsella, y no solo dejaron atrás el patio de maniobras y el humo de las fábricas, sino, volviendo la mirada, la ciudad de Marsella y el puerto con las colinas de piedra detrás y el último resplandor del sol en el agua. Mientras oscurecía. el tren pasó junto a una granja que ardía en medio de un campo. Varios coches se habían parado en la  carretera, y en el campo se esparcían los colchones y demás objetos del interior de la granja. Mucha gente miraba  arder del edificio. Cuando ya había oscurecido, el tren llegó a Aviñón. La gente subía y bajaba de los vagones. En el quiosco, los franceses de regreso a París, compraban la prensa francesa. En el andén había soldados negros. Llevaban uniformes marrones, eran altos y tenían la cara reluciente, con aspectos de estar bien afeitados a la luz eléctrica. El tren dejó atrás la estación y los negros seguían allí. Un sargento blanco y bajito estaba con ellos. 
   Dentro del coche cama el mozo había bajado las tres camas empotradas en la pared y las había preparado para dormir .Por la noche la señora americana no podía dormir porque el tren era un rapide  e iba muy deprisa y le daba  miedo la velocidad de noche.La cama de la señora americana estaba junto a la ventanilla. El canario de Palermo, con una tela cubriendo la jaula, estaba a salvo de la corriente, en el pasillo que daba a los compartimientos de los servicios. Fuera del compartimiento había una luz azul, y toda la noche el tren fue muy deprisa y la señora americana permaneció despierta a la espera de un descarrilamiento.
           Por la mañana el tren estaba cerca de París, y la señora americana, después de salir de los servicios con un aspecto muy saludable y de mediana edad americano, a pesar de no haber dormido, y después de que hubiera quitado la tela que cubría la jaula y colgado la jaula al sol, se fue al vagón restaurante a desayunar. Cuando regresó al coche cama, habían vuelto a empotrar las camas en la pared para convertirlas en asientos, el canario sacudía las plumas al sol que entraba por la ventanilla abierta, y el tren estaba mucho más cerca de París. 
 -Le encanta el sol- dijo la señora americana-. Ahora cantará un poco.
   el canario sacudió las plumas y las picoteó.
-Siempre me han encantado los pájaros -dijo la señora americana-. Me lo llevo a casa, con mi hija, Mire...ahora canta.
   El canario gorjeó y se le erizaron las plumas del cuello, a continuación bajó el pico y comenzó a picotearse de nuevo las plumas. El tren cruzó un río y pasó entre un bosque cuidado con mucho esmero. Pasó por las afueras de muchas poblaciones de als inmediaciones de París. en las poblaciones había tranvías y grandes anuncios  de la Belle Jardinière y Dubonnet y Pernod en los muros encarados al tren.  Todo lo que se veía desde el tren parecía aún sin desayunarse. Llevaba varios minutos sin escuchar a la señora americana que hablaba con mi mujer.
   -¿Su marido también es americano? -preguntó la señora.
   -Sí -dijo mi mujer-. Los dos somos americanos.
   -Pensaba que eran ingleses.
   -Oh, no.
   -A lo mejor es porque llevo tirantes -dije. Había empezado a decir la palabra americana, suspenders, pero al momento la cambie a la inglesa, braces, para mantener mi carácter británico. La señora americana no me oyó. La verdad es que estaba bastante sorda; leía los labios, y yo no había mirado en dirección a ella. Yo miraba por la ventana. ella seguía hablando con mi esposa.
   - Me  alegro de que sean americanos. Los hombres americanos son los mejores maridos -estaba diciendo la señora americana-. Por eso nos fuimos de Europa, ya sabe. Mi hija se enamoró de un hombre en Vevey.-Se interrumpió-. Se enamoraron locamente. -Hizo otra pausa-. Me la llevé, desde luego.
   -Y su hija, ¿lo superó? - preguntó mi esposa.
   - No lo creo -dijo la señora americana-. No comía nada y tampoco dormía. He hecho todo lo que he podido, pero no parece interesarse por nada. Nada le importa. No podía permitir que se casara con un extranjero.-Hizo una pausa-. Alguien, un muy buen amigo mío, me dijo una vez: "Ningún extranjero puede ser un buen marido para una chica americana".
   -No dijo mi mujer-, supongo que no.
   La señora americana admiró el abrigo de viaje de mi mujer, y resultó que la señora americana había comprado su ropa durante veinte años en la misma maison de couture de la rue Saint Honoré. Tenían sus medidas, y una vendeuse que la conocía y sabía cuáles eran sus gustos le escogían los vestidos y se los mandaban a Estados Unidos. Le llegaban a la oficina de correos que quedaba cerca de su casa, en la zona residencial de Nueva York donde vivían, y los impuestos nunca eran exorbitantes, pues habían la caja en la misma oficina de correos para tasar los vestidos, y estos eran siempre sencillos, sin encaje de oro ni ningún ornamento que los hiciera parecer caros. Antes de la actual vendeuse, Thérèse, había habido otra, llamada Amélie. Solo había habido esas dos en veinte años. La modista había siendo siempre la misma. Los precios, no obstante, habían subido.Aunque el cambio los compensaba.Ahora también tenían las medidas de su hija. Ya era una mujer adulta y no había muchas posibilidades de que cambiaran.
   El tren ya estaba entrando en París. Habían derribado la fortificaciones, pero la hierba no había crecido. Había muchos vagones sobre los raíles: coches restaurantes de madera marrón y coches cama de madera marrón que seguirían hacia Italia a las cinco de la tarde; los vagones llevaban el cartel París-Roma; y había vagones con asientos en el techo en los trenes de cercanías, y a ciertas horas iban llenos de gente, incluso en el techo, sí es que eso se seguía haciendo, , y pasaron junto a muchas paredes  blancas y muchas ventanas de casas. Todo aquello estaba aún sin desayunar.
   -Los americanos son los mejores maridos -le decía la señora americana a mi esposa. Yo estaba bajando las maletas-. Los hombres americanos son los únicos del mundo con los que una se puede casar.
   -¿Cuánto hace que se fue  de Vevey? -preguntó mi mujer. 
   -Hará dos años este otoño. Es a ella a quien le llevo el canario.
   -El hombre de quien estaba enamorada su hija ¿era suizo?
   -Sí -dijo la señora americana-.Era de una familia muy buena de Vevey. Iba a ser ingeniero. se conocieron en Vevey. Daban largos paseos juntos.
   -Conozco Vevey -dijo mi esposa-. Estuvimos en nuestra luna de miel.
   -¿De verdad? debió sr estupendo. No tenía idea, claro, de que ella se había enamorado de él.
   -Era un lugar encantador dijo mi mujer.
   -Sí -dijo la señora americana-. es un lugar encantador, ¿verdad? ¿Dónde se alojaron?
   -En el Triois Couronnes -dijo mi mujer.
   -Es un hotel antiguo precioso -dijo la señora americana.
   -Sí -dijo mi mujer-. Teníamos una habitación muy bonita y en otoño el campo era una maravilla.
   -¿Estuvieron allí en otoño?
   -sí -dijo mi mujer.
   Pasamos junto a tres vagones que habían descarrilado. Tenían un boquete surcado de astillas y los techos se habían hundido.
   -Mirad -dije-. Ha habido un descarrilamiento.
   La señora americana miró a tiempo de ver el último coche.
   -Toda la noche he pasado miedo de que nos pasara a nosotros -dijo-. a veces tengo terribles presentimientos. Nunca volveré a viajar en un rapide por la noche. Debe de haber otros trenes cómodos que no vayan tan rápido.
   El tren no tardó en adentrarse en la oscuridad de la Gare de Lyon, se detuvo y los mozos se acercaron a las ventanillas. Les entregué nuestro equipaje por la ventanilla y salimos al andén en penumbra; la señora americana se puso en manos de uno de los tres hombres de Cook's, quien lñe dijo: "Un momento, señora, y buscaré su nombre".
   El mozo acercó su carrito y amontonó en él el equipaje y mi mujer se despidió y yo me despedí de la señora americana, cuyo nombre había encontrado el hombre de Cook's en una página mecanografiada que formaba parte de un fajo de páginas mecanografiadas que se volvió a meter en el bolsillo.
   Seguimos al mozo y al carrito por el largo andén de cemento que había junto al tren. Al final había una puerta y un hombre nos cogió los billetes.
   Regresábamos a París para instalarnos en residencias separadas.





Ernest HEMINGWAY, Cuentos,Lumen


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